lunes, 21 de diciembre de 2009

Prólogo (avec une petite histoire)

Autor: El Sapo-Lobo-Hombre

Nota: Si bien no un relato de terror clásico, este escrito dejara a más de uno conmocionado.

Descripción: Prólogo del futuro libro "Cuentos obtusos narrados por un eremita imposible". Breve soliloquio de un ermitaño muy particular que, acompañado de una insólita anécdota, nos explica el porqué de su autoexilio y nos da la bienvenida a sus obtusas narraciones.

Sigue a este autor en: El Caos De Realidades


Prólogo

¿Cómo están, mis lectores? Acabo de retornar de una breve excursión por ciertos meandros lóbregos aledaños a mi cabaña, siempre recreando y puliendo, en solitarias peroratas, la próxima historia que he de narrarles. Como bien saben – o deberían inferir, con la simple lectura del título -, este libro no pretende enseñarte nada, su intención primordial es entretenerte, y si lo primero llega a darse, pues deben tomarlo como un aditivo enriquecedor y vivificante, un ingrediente encantador que surge en el momento repentino, cual estrella fugaz consagrando el cielo nocturno o aquel ocaso de ensueño que evitó el discurrir de tus pensamientos.

Cada noche, y sólo cada noche, regreso sobre mis pasos hasta mi morada, antes de rayar el alba. Mucho antes, creo yo, pues esta misantropía invasora vive a través de mí en conjunto a ciertos miedos que me asolan. La fotofobia – y el consecuente terror a cada crepúsculo que acontezca en mi vida - es sólo uno de ellos, y qué decir del irracional temor que padezco al aproximarse el solsticio de verano. El pavor que se apodera de mi alma al reparar en la presencia de un bebé parlante es inconmensurable, claro que aquello ha sucedido una única e infortunada vez, y más le temo a las cucarachas. Infaltable, por supuesto, es el espanto que me producen aquellos neófitos apasionados que tocan mi puerta o la tuya – es más probable que sea la tuya, pues mi hogar se halla distante a todo templo u estancia – o el susto inenarrable engendrado por la aparición de un triángulo isósceles en mis lucubraciones. Las plumas sin tinta no se quedan atrás entre estas menciones, no obstante, mayor es el horror que me posee el tratar con encolerizados mandriles o ver una mala comedia de adolescentes. Además de las supercherías engendradas por el misticismo barato o la magia convencional de autores brasileños y norteamericanos, también reservo ingentes porciones de pánico al ver The Exorcist, casi del mismo nivel que mi sobresalto al hablar del año 1889. Asimismo, el repelús que le atribuyen mis adentros al cenotafio de algún nigromante de renombre no conoce límites, llegando a igualarse, increíblemente, con el sobrecogimiento que me genera el toparme con un cubo de Rubik descifrado o mi dantesca y maldita triscaidecafobia. Mas no exentos de miedo quedan las carcajadas de los chacales o la idea de padecer de agorafobia, algo en lo que profundizaré más adelante. Y a pesar de las abadesas regordetas, de las estufas que no funcionan, de los urticantes celentéreos y de los agujeros de gusano – tanto en el espacio sideral como en mi humilde biblioteca personal -, no existe nada a lo que tema más que a la interacción con otros Homo sapiens.

Evidentemente, seguidores míos, hago referencia a nuestra especie. Poseo la infortunada condición, junto a todos vosotros, de ser humano, mas he de confesar, desde el recoveco más profundo de mis aposentos, que concebir aquello me resulta una empresa aterradora. Es más, la simple evocación de la frase me transporta a una dimensión peliaguda, con toda una caterva de mis congéneres – organismos nada silenciosos, y muy perturbados, por cierto – sitiándome. Y para aquéllos que atisban con suspicacia cada una de estas páginas, les otorgo la presente anécdota, sucedió tal y como he de mostrárselos, si la memoria no me es infiel:

Yacía mi retaguardia, vieja y olvidada, sobre el viejo poltrón de mi comedor, una noche de invierno. Por aquel entonces, un Priodontes maximus había arribado a mis dominios, uno de esos mamíferos nocturnos, exóticos bellacos hijos de todas las selvas, que gran parte de vosotros ha de conocer como armadillo gigante. Se había instalado sin preguntarme, y se había sentado junto a mí, con todo su caparazón descansando sobre el respaldar de mi poltrón. Ambos disfrutábamos nuestras respectivas meriendas con cierta premura, aquella que sólo las tinieblas y la angustia nos conferían. El extraño comensal manducaba con placer las hormigas que pululaban en el recipiente que se encontraba en su lado de la mesa. Por un breve periodo de tiempo, permanecí pasmado hasta los huesos, mas antes de detenerme a pensar en cómo se habían manifestado aquella criatura o el recipiente con los insectos, abandoné la lúcuma que me disponía a ingerir, y la observé, silente.

-Me han dicho que por aquí hay arañas. – El armadillo rompió el silencio con la más insospechada de las cláusulas. Las placas de su armadura empezaron a refulgir intensamente, bajo el cálido abrazo de la luz lunar.
-Tu hocico no te miente, intruso. Aquí hay arañas. ¿Pero qué haces aquí? ¿Y qué eres?... ¿No serás un pangolín?
-No soy un pangolín, retrasado. ¿Por qué siempre tienen que confundirnos? Soy un armadillo gigante, mas por ciertos lares me conocen como tatú, cuspón, pejichi, entre otros. Y no me hables de hocicos, que mi boca es muy fina y mi olfato el más eficiente.
-Lo lamento. Pero dime… ¿Realmente eres un armadillo gigante? Sí es así, deberías cuidarte, recientemente me enteré de que tu especie está en peligro de extinción. – Acoté, tratando de entablar conversación con tan insólito forastero.
-¡Esa información está criptográficamente más allá de tu capacidad cognoscitiva! ¿Cómo la obtuviste? – Preguntó el menudo monstruo, iracundo.
-Lo vi el otro día, en Animal Planet. – Repliqué, sin titubeos. Ciertamente, esa noche un rayo asoló mi refugio y posibilitó la señal de algunos canales de cable en mi viejo televisor en blanco y negro. Recuerdo haber estado cubierto con mi ajada y agujereada manta. Asimismo, recuerdo también, haber estudiado, muy aterrado, los reportes del clima de algunos canales, especulando, durante horas, las futuras catástrofes; y los reveladores monólogos de una fascinante dama, de enérgico volumen, que me ilustró acertadamente cómo gratificar a mis oníricas cortesanas, en esos parajes ilusorios que en los que me citan cada temporada... Dispénseme la abstracción, aquella tarde fue muy memorable.
-¿Animal qué?... No importa, mientras menos sepa de tu mundo, mejor. Ahora dime en qué habitación están las arañas.
-¿Para qué las quieres? Sí hay algunas, pero no me afectan, ni yo a ellas, ¿que pretendes hacerles? – Mientras formulaba mis preguntas, tuve la oportunidad de reparar en el recipiente vacío. “Monstruo asesino y glotón”, pensé, evocando a las fenecidas hormigas.
-Acabo de llegar desde Sudamérica. He devorado todas las cuevas de termitas existentes allende y aquende. Y bueno, también he estado deglutiendo diversas poblaciones de gusanos, larvas y hormigas. Mas no hace mucho que he cogido este antojo insaciable de arañas de todo tipo, y unos sauces criollos muy ancianos que conocí en la Reserva Natural Formosa me dijeron que este bohío albergaba a la última población de arañas tigre… No sé cómo llegaron hasta aquí, pero las quiero y me las comeré. – Sostuvo la informe bestia. Créanme cuando les digo, pacientes lectores, que ni por la más hermosa de las auroras habría esperado lo que estaba pronto a suceder.
-Esos arácnidos no le hacen daño a nadie, ¿por qué habría de dejar que los devores? – El armadillo se enrolló en un santiamén y, en menos tiempo del que te tomas en recrear estas líneas en tu mente, salió disparado hacia la mesa y se desenrolló en el aire, cayendo erguido, cual menudo duende, frente a mí.
-Porque de lo contrario, te devoraran a ti. Ahora dime en dónde están, ermitaño. – Alelado por el acontecimiento, no pude más que delatar a mis numerosas huéspedes.
-Están en la despensa. Anidan entre mis provisiones… Pero…
-¿La despensa? ¿Hace cuánto que no hurgas allí por suministros? – Preguntó, intrigado. Me había levantado y lo observaba, ahora estábamos frente a frente.
-Creo que dos días. Y es que todavía me quedan más lúcumas, primero he de terminarlas.
-Tonto, es demasiado tarde… Él se enteró demasiado tarde. Ya no hay nada que podamos hacer por ti. – El acorazado mamífero giró sobre sí mismo y prosiguió. – Que conste que todavía deseo engullir con profusión las arañas tigre… ¡Adiós!
-¿Qué? ¡Priodontes maximus, espera! – Mi súbito intento de retenerlo no bastó. El pequeño coloso se transformó nuevamente y huyó, destruyendo mi buhardilla e intensificando la luz del plenilunio en mi hogar.

Han de creer que hoy en día los armadillos han perdido incluso el más nimio ápice de formalidad, mas aquello era excesivo, una acción muy ruin y desgraciada para todo tipo de entes. ¿Qué demonios andaba mal con este animal? Enervado por la brecha que tardaría en reparar, olvidé la intrusión de la criatura y me dirigí hacia la despensa, presto a inspeccionar. A pesar de que el cingulado había escapado sin su merienda, andando a tientas conmigo bajo misteriosos intereses y demandas, había también encendido mi curiosidad, la cual pendía de un hilo entre el desasosiego y la demencia.

Paso a paso me iba adentrando en las profundidades de mi despensa, en una escabrosa odisea sin fin. El interruptor de aquella añosa habitación se encontraba en el fondo, mis resignados adeptos, invitándome a recorrer, sumido en las más insondables tinieblas, toda la despensa. La estridencia de los víveres rodando y chasqueando en derredor azuzó mi premura, iniciando una estrepitosa carrera hasta el corazón del aposento, iluminando el último y presentándome al tropel de la eventualidad menos advertida: una caterva de personas, despojadas de toda indumentaria, ingiriendo todas mis legumbres, pisando mis berenjenas, mordiendo mis sandías, manducando mis baguettes, atiborrando sus nefandos estómagos con mis ingentes porciones de camembert y gruyère, nadando entre mis reservas de vino y de maracuyá. Así permanece en mi recuerdo, y así es como lo cantan los vientos de esa noche, que soplaban con delirios de grandeza.

Tan pronto como los vi, eché a correr, no tan raudo como el hambriento armadillo, pero sí con la misma voluntad. Tan aterrado como aquel que acaba de presenciar a unas fieras informes danzando en el averno, o acaso aquel que se topa con un payaso resucitado en un aquelarre, pues si existe todavía un consejo sensato que puedo otorgarles, es que nunca se fíen de los payasos, y menos de los que ya han navegado por el Estigia.

Partí al sudeste sin volver hacia atrás, guiándome de las estrellas y aprovechando la nívea plenitud de la luna. Sin embargo, fue al arribar a una manigua cercana que me detuve a pensar, un umbrío paraje circundante a una vieja estepa por la que solía transitar, más allá del río. Dilucidar el propósito de tan enigmático visitante no era la más azarosa de mis dificultades, por el contrario, resultaba, en ese momento, la más insignificante. Concluí, improvisadamente, que las siete personas que se habían infiltrado en mi bodega eran las siete arañas tigre que allí pernoctaban, transmutadas por algún arcano sortilegio en los humanos que habían violado mi privacidad y aislamiento. ¿Pero por qué el armadillo gigante me habría atacado de esa manera? ¿Cómo estaba al tanto de mi peor pesadilla? ¿Y a qué demonios se refería antes de huir, al decir “ya no hay nada que podamos hacer por ti”? ¿Es que acaso hay una legión de canijos acorazados queriendo enloquecerme?

Permanecí siete días con sus noches en aquella manigua olvidada por las aves, uno por cada uno de los Homo sapiens invasores. Al despuntar el último día, emprendí el regreso, pues no podía hacer otra cosa, y no tenía otro lugar al que ir. Claro que el terror reinaba, engendrando los desenlaces más desgraciados, difuminando los asaltos de lucidez, ennegreciendo cada vez más mi corazón, hasta mi retorno. Salvo la ausencia de mi buhardilla y el caos encarnado en mi almacén, no quedaba rastro de nada. No me tomó mucho tiempo reparar y reabastecer todo, mas la incógnita persiste, y yo sigo aquí, sosegado, habituado al sempiterno miedo, hablándoles, solo.

¿Y bien? ¿Me van a decir ahora, mis estoicos seguidores, que no tengo porqué refugiarme en esta cabaña? La compañía de otros seres sólo me ha traído aflicciones, frustraciones y desamores, y el ejemplo precedente sólo ha sido el más aciago de esta centuria. A modo de ilustración, nuevamente, podría hablarles acerca de mi extremo pavor a padecer de agorafobia, del cual hice mención, líneas atrás. El simplón escenario de un individuo que teme exagerada y angustiosamente el encontrarse solo en un espacio abierto podría devenir en un episodio fatal para mí. De antemano ya tengo casi anulados los días, pues la luz, tanto la del mundo como la que yo mismo emano, mantiene una alianza – sin mi consentimiento - con mis fobias. Entonces, ¿qué sería de este desdeñado eremita, que no puede ni con la luz misma, si también le fuera privada la posibilidad de escapar? No pretendo despertar vuestra compasión, mis adeptos, ni tampoco envenenarlos con mi pánico o mi abulia, sino exponerles sin tapujos, el porqué de mi proceder.

La fatalidad es brutal, y la brutalidad, real. En vista de eso, he optado por la que es para muchos de vosotros, seguramente, la alternativa más pusilánime, pero que para mí se traduce como la más acorde con mi espíritu, abandonado e indiferente: exonerarme del mundo, errar hacia los espacios más remotos y ocultos, e iniciar, sumido en la soledad más absoluta, estos relatos, con los que planeo deleitarlos, hasta que un rayo destruya mi cabaña y me haga polvo, o probablemente hasta que lleguen los machiguengas en su autoexilio al olvido y me eliminen. Quizá hasta que me destierren cuando empiecen a filmar aquí el remake de Predator, o tal vez hasta que los zombies de todos los santos se manifiesten en mi morada e ingieran mi cerebro por ser una criatura tan profana, claro que también podría volver ese maldito armadillo y terminar su trabajo. Quién sabe, tal vez pueda terminar este libro antes de que alguna de esas supuestas – y funestas -eventualidades se den.

Esto lo hago por ustedes. Y sé que ninguno de vosotros lleva un 666 entre el cabello, ni yo soy una nana entregada al Anticristo, pero es cierto. Lo hago por ustedes porque sé que esperaban más de mí. Sé que lo adverso demanda más de mí. Pero yo no puedo. Por ello hago este último esfuerzo, mostrándoles que realmente puedo hacer algo bueno en mi soledad, empleando toda mi voluntad. Sólo así pretendo excusar mi egotismo y mi miedo al repudio, sólo así pretendo salvarme, obsequiándoles estos relatos, engendrados con los últimos retazos de mi juicio, con lo poco que no ha sido sustraído de mis adentros, con el fulgor intermitente de mi alma.

Dispénseme ustedes la ausente bizarría, prometo contarles cada historia con la pasión más elevada. Han de seguir mis palabras, y han de creer en lo que transmito, aquellos que realmente comprenden. Ahora no he de molestarlos más, y me despido, deseándoles un viaje de leyenda por estas páginas, una vida muy plena y recordándoles que mi aprecio por vuestras almas esta exento de impurezas y es el más desinteresado y verdadero.

El eremita imposible.

- Prólogo del libro "Cuentos obtusos narrados por un eremita imposible" (2009 D.C.) - Editorial: Teorizaciones Lapidus (Notenemosfémur).

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